Ella…

David Bello López-Valeiras

Todos los días llamaba a su madre por teléfono. Nunca había oído a nadie hablar así con una madre. Evidentemente, todos adoramos a quien nos dio la vida, que nos trajo a este mundo, pero ella la trataba con un respeto, cariño, incluso devoción, dignos de admirar. Era absolutamente emocionante escucharla con esa pasión, demostraba tener un gran corazón, ser una gran persona. Hacía tanto que no la veía y era lo que más deseaba, volver a estar con su familia, abrazarlos, sentirlos cerca otra vez.
Me había confesado que fue bastante rebelde de adolescente, lo que conocemos habitualmente como «la oveja negra» de la familia. Seguro que no sería para tanto. Me contaba divertidas anécdotas de cuando estaba en el instituto, de cuando salía por las noches; incluso en una ocasión me confió a carcajadas cómo había roto el teléfono de la ducha:
—Siempre coincidía que se me acababa a mí el gas cuando me duchaba, no sé cómo pasaba, pero siempre era a mí. Un día empezó a salir el agua fría y ya harta, gritando, golpeé el teléfono de la ducha contra la pared hasta que se rompió. —Se partía de risa mientras me lo contaba. 
—Espero que ya no te pase eso —le dije en tono burlón—, no quedaría nada bien en una chica que tiene la carrera de psicología. 
—No, ya no; además, este apartamento es alquilado, mejor no correr riesgos, ja, ja, ja.


Era todo lo contrario, cuando se duchaba, como ya expliqué, cantaba con una alegría contagiosa, me encantaba escucharla, no lo hacía nada mal, pero lo importante es que le ponía el alma, era lo que le salía en ese momento: cantar. Era, literalmente, de esas personas felices que cantan en la ducha, no podía ser más maravillosa.


Me había enseñado algún vídeo en el karaoke y, aparte de que entonaba bien, se notaba que le apasionaba hacerlo. En una ocasión me pasó por Telegram una canción de Carlos Rivera que interpretaba con una amiga, me emocionaba que compartiera esas cosas tan íntimas conmigo, era su confidente.


Los mensajes se multiplicaban, las charlas, las risas, los detalles, era como un sueño hecho realidad, tenía que pellizcarme para saber que estaba despierto. Verla me llenaba, cada vez que me miraba me estremecía, la besaría a cada minuto, le diría cuánto la quiero, la acariciaría con devoción. Era pura magia. El tiempo sin ella se me hacía interminable, la deseaba tanto. Pero, sobre todo, la respetaba.


La primera vez que me propuso quedarme en su casa para ver una serie no me lo podía creer; estaba pasando, me parecía un indicio más, de todos los demostrados, de que también sentía algo. Acepté encantado, por supuesto. Nos sentamos en su cómodo sofá delante de la televisión, escogimos una serie entre las múltiples que existen en las distintas plataformas. Después de chequear las que no habíamos seguido ninguno de los dos, seleccionamos Lupin, ambos viéramos cuando salió la primera temporada, pero no habíamos empezado la segunda parte todavía.
Pusimos el primer episodio de la segunda temporada, pero ¿quién le hacía caso a la serie? Nos hablábamos apasionadamente de muchas cosas. Nos reíamos y sentíamos. Mil veces, mirándola a los ojos, pensé en besarla, en lanzarme, pero consideraba que no era el momento, tendría que ser algo muy especial, no sabía cuándo, pero no quería que pensara que era un aprovechado más, quería ser su amor, su pareja, su vida, alguien distinto a todo lo que ya había tenido.
Sentía miedo, pánico a precipitarme y perderla, a una negativa definitiva, a que me dijera que no quería verme más. Me importaba tanto que no me atreví. Ya estaba loco por ella, hechizado. Pero me había contado que en una ocasión quedó con un chico que conoció a través de Meetic, que en la segunda oportunidad que se vieron la agarró de la cintura y descartó volver a quedar con él. De la cintura solo le podía agarrar su novio, sentenció. ¿Y si consideraba que yo me sobrepasaba y me descartaba también? Mucho cuidado, no quería perderla jamás.

Nuestros encuentros para “seguir viendo la serie” se hicieron habituales, pero no llegábamos a pasar del primer capítulo. Nos mirábamos, charlábamos..., mientras, los destellos producidos por la colorida pantalla adornaban la sonrisa de sus maravillosos ojos; el sonido era un fondo opacado por su penetrante voz que, en ocasiones, engolaba graciosamente, mostrando una gran confianza y comodidad a mi lado; todo aquel salón se había convertido en un escenario accesorio únicamente para sentirla muy cerca.
Me llegó a decir en una ocasión, con segundas por no tomar la iniciativa, que tenía mucha fuerza de voluntad. Ni yo mismo me estaba creyendo la contención que estaba mostrando, la deseaba más que a nada en el mundo, pero…, sí, había un “pero” en mi mente que me frenaba, se iba a ir para su tierra, estaba previsto que el diez de agosto, justo antes de su cumpleaños, se cumpliría lo que llevaba tiempo deseando: el reencuentro con sus padres, por fin volver a Córdoba. Su plan era estudiar duro y posteriormente opositar. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Qué iba a ser de ella? ¿Una relación a más de mil kilómetros? Antes de acercar mis labios a los suyos y de rubricar, de esa manera, el comienzo de una verdadera relación de amor, tendría que encontrar una solución a eso. Ella tenía claras sus prioridades, algo que entendía y respetaba.