La primavera en Galicia es una época muy especial, mágica. Los días se alargan produciendo una luz única que refleja los más maravillosos colores que nos regala la naturaleza. El húmedo invierno se queda atrás y el agua, que nos surtieron las lluvias, discurre por torrentes y ríos coloreando de verde a su paso. Éste, es acompañado de brochazos de otras muchas tonalidades que empastan con infinitos matices para formar un cuadro perfecto; los castaños, los marrones, los grises de las rocas graníticas, variopintas pinceladas que apuntillan las diferentes especies de flores como un sublime aderezo… En las zonas costeras, las rías y los mares aportan un profundo azul, reflejado de un cielo, a veces, salpicado de algunas nubes que lo adornan. Y la culminación son las inenarrables puestas de sol, propiciadas por estar Galicia en el límite, en el fin de la tierra, por donde nuestra estrella se oculta apagando su brillo en la lejana línea del horizonte, aportando infinitos matices que ornamentan el más maravilloso paisaje, cuando la luz va dejando paso a la oscuridad con bronceadas y rojizas tonalidades anunciadoras de la noche. A ese momento en Galicia se le denomina “entre lusco e fusco”, el mágico instante en el que todavía la claridad no le permitió el avance a la penumbra, en una lucha descarnada, perdida de antemano, que aboca al enigmático ocaso, fusionándose el ying y el yang, el resplandor y las tinieblas, el bien y el mal, para, a continuación, ir pidiendo paso un vasto manto de estrellas. En ocasiones, alguna fase lunar, no permite entrever el infinito firmamento plagado de puntitos dorados, pero, a cambio, concede el romántico destello que nos rescata de la absoluta negrura.
Las fragancias de las plantas y flores entremezcladas, en algunas zonas, con el olor a mar, producen una esencia que despierta sensoriales perfumes que te llenan hasta el alma. Mientras, las temperaturas, se hacen cada vez más agradables, convidando a salir de excursión a lugares únicos, de ensueño, incluso a algunos, como los castros, que antaño fueron los más impresionantes asentamientos que poblaron nuestros ancestros.
Tras la primera encantadora aventura a San Andrés de Teixido, me tocaba a mí hacer de anfitrión y mostrarle a Azahara lo espectacular de mi comarca, mejor dicho, de nuestra comarca, pues Andrés, que es de A Pobra, también nos acompañaría en los idílicos paseos.
El día escogido para la primera salida estaba perfecto, luminoso y con un tiempo muy agradable.
Circulábamos hacia Padrón, la tierra de ilustres escritores como Rosalía de Castro y el famoso premio Nobel, Camilo José Cela. Otro de los motivos de la notoriedad de este lugar es el gastronómico, por apellidar a los característicos y exquisitos pimientos que se cultivan en una de sus parroquias, Herbón, y que, como todo el mundo sabe, “uns pican e otros non” (unos pican y otros no). La génesis de Padrón deriva de la historia, o leyenda, que cuenta que hasta ahí llegó, remontando el río Ulla, la barca que traía los restos del Apóstol Santiago desde Jerusalén, completando el Camino primigenio, el origen de las muy posteriores peregrinaciones a la Catedral en donde se enterrarían sus restos una vez hallados muy cerca de allí. Atracada la embarcación de la piedra, que no “de piedra”, como se mal tradujo, la amarraron en el “pedrón” que está en la iglesia que lleva su nombre, Santiago de Padrón.
Luego nos desviamos a cruzar la península del Barbanza, por su lado sur, de este a oeste, en dirección a Ribeira, mi ciudad natal. Al poco, en la autovía, Azahara ya se maravillaba por el impresionante paisaje, teniendo a nuestra izquierda el mencionado río Ulla y a la derecha la sierra, formada por una concatenación de montañas plagadas de árboles en sus faldas y desnudas en sus rocosas cumbres, por no soportar la vegetación las inclemencias meteorológicas.
Atravesando el puente sobre el río, que une la localidad de Rianxo, que vio nacer e inspiró a Daniel Rodríguez Castelao y a Rafael Dieste, con Boiro, fuertemente vinculada con otro grande de nuestras letras gallegas, Manuel María; ya se intuía, a nuestra izquierda, la impresionante ría de Arousa, aunque todavía nos faltaba para contemplarla en toda su plenitud.
La primera parada la hicimos en la villa del ilustre universal, y no me refiero a Andrés, sino a Ramón María del Valle-Inclán, la agraciada Pobra do Caramiñal. Aunque nuestro amigo nació ahí, la venida a este mundo del padre del esperpento ya es más discutible, pues existe una disputa entre si lo hizo en Vilanova de Arousa o en “A Vila pobrense”; los más prácticos argumentan que debió de ser en un punto equidistante, en medio de la ría, entre las dos localidades, una versión que pretende ser complaciente con ambos márgenes, si bien oficialmente consta su nacimiento en la primera localidad.
Tomamos la salida norte, que ya en su descenso proporciona una impresionante vista de un pedacito de azul agua del mar. Fuimos, pasando la Riveiriña, hacia el centro. Llegando a la primera rotonda nos metimos hacia el puerto, para continuar bordeando la dársena, donde los barcos de pesca se balanceaban suavemente con el vaivén de las ligeras olas. Dejamos el coche en el aparcamiento limítrofe. Al salir, inspiré para sentir el característico olor al salitre que impregnaba el aire, lo extrañaba. Nos acercamos a la plaza Segundo Durán, para enseñarle a la niña la que, en época pretérita, cuando creé la fiesta de los San Juerguines, llamábamos plaza Mayor; de ahí salíamos antaño miles de personas para hacer un tremendo pasacalle por la localidad y acabar con el “encierro” en la discoteca Bumerang, cuyos restos fue otro de los lugares a visitar, rememorando mi glorioso pasado como Dj. Qué recuerdos.
Seguimos ruta hacia Ribeira, mi ciudad, Aparcamos por la zona portuaria. Una suave brisa del nordeste comenzó a acaricias mi rostro nada más abrir la puerta del coche y se lanzó a narrarme mil historias, recuerdos de mi niñez y juventud que se agolpaban en mi memoria. Viendo las redes de pesca secándose al sol, me venían a la mente las noches en las que me tumbaba con mis amigos Alfonso, David, Andrés, Luis, Fernando… a fantasear sobre nuestro futuro, lo que haríamos cuando fuéramos mayores. El sonido también me retrotraía: la brisa, el agua batiendo contra el paredón del muelle, la algarabía de las gaviotas que volaban sobre nosotros…, todo era mío, todo era mi yo pasado. Cerré los ojos, por un momento, para emocionarme por sentir, al fin, el estar en casa e irle a desvelar a Azahara un poquito más de mí.
Paseamos la avenida del Malecón; en el número uno, tercero, derecha, vivían mis abuelos Luis y Chiqui, los padres de mi madre. Recuerdo, con la ilusión de un niño, cuando a principios de agosto se empezaban a montar, justo enfrente, los cachivaches para la celebración de las fiestas, para mí, más grandes del mundo: los caballitos, las cadenas, los coches de choque..., me encantaba subirme a todo. Mirando la azotea de su edificio, evocaba también el último día de esa celebración, cuando, desde allí, con la familia y los vecinos, veía como se lanzaban los que contemplaba como los más alucinantes fuegos de artificio, con la impresionante batalla naval, arrojándose cohetes entre un barco situado en el medio de la dársena, que encendían con bengalas, y el muelle, simulando un combate épico, para finalizar con una gran traca y encendiendo en el puerto el nombre de la ciudad con el año correspondiente.
Como había cambiado todo aquello, ahora es una gran explanada peatonal por la que se mueven los vecinos, aunque sigue siendo el lugar principal para la celebración de las fiestas y otras actividades. En el pasado por allí había dos vías, una hacia cada lado, con una estrecha medianera con árboles. Se conserva la ayudantía de marina, pero ya no existe, entre otras cosas, la pequeña gasolinera de Cándido Fernández.
Pasamos por delante de la casa de mi tía Marujita, que ahora es una heladería, a la que iba la mañana de Reyes a buscar lo que sus majestades me habían dejado, siempre una pistola de estallos.
Subimos hacia el centro por la calle Rosalía de Castro, en la que nací, viendo al fondo la alameda y la algo mejorada Casa Consistorial, especifico lo de “mejorada” porque, bastantes años atrás, existía un bonito edificio de piedra con dos torres que a alguno de los alcaldes le dio por hacer demoler y construir un auténtico bunker, como un gran cajón blanco con algunas ventanas. Con el tiempo, tuvo alguna que otra reforma para embellecerlo hasta dejarlo en el estado actual. No es una preciosidad, pero reconozco que mejoró bastante. En aquella época, la alameda era de tierra, lo que nos permitía hacer agujeros para jugar a las canicas, luego se embaldosó con unas enormes losas con un pronunciado relieve, amarillas y rojas, que, aparte de impedirnos tal juego, nos hizo mucho más prudentes; caerse en aquel suelo era dejarse las rodillas. Ahora está mucho mejor.
Nos acercamos a la nueva plaza del Centenario, la que se inauguró, por su majestad el Rey Juan Carlos y Doña Sofía, por la conmemoración del significativo aniversario de Ribeira como ciudad. Antaño era “O Campo da Feira”. La edificación que ahí estaba, colindando con la calle Miguel Rodríguez Bautista, era la casa cuartel de la Guardia Civil y, justo detrás de esta, existió un pequeño parque infantil del que también fui testigo de su inauguración.
De regreso, nos metimos hacia la plaza de la iglesia, otro lugar con infinidad de recuerdos por la cantidad de eventos ahí celebrados, desde las divertidas jornadas preparatorias para la primera comunión con un montón de amigos, en las que, como Whitney Houston, empecé a cantar el “góspel” cristiano de la época, vaya berridos con el “Dios es amor, la biblia lo dice…”, pasando por otras muchas ceremonias, bodas, bautizos… y, por desgracia, sobre todo últimamente, algún entierro y funeral. Es lo que tiene cumplir años.
Cuántas veces habré recorrido aquellas calles en miles de distintas situaciones, pero, en esa ocasión, lo hacía a su lado, lo que me causaba una incontenible sensación de alegría, y más comprobando lo feliz que estaba ella descubriendo un poquito más de mí.
Otro de los sitios a los que quería llevar a Azahara era al Touro, donde mi familia, por parte de madre, había sido propietaria de la gran fábrica de conservas Valeiras. En vacaciones, mi hermano y yo, accedíamos a la zona de cocción para atiborrarnos de exquisitos berberechos o mejillones, alcanzándolos a puñados de la inmensa mesa metálica que recibía las viandas recién cocidas y en su punto, antes de que pasaran por la línea de producción para ser enlatadas, a mano, por las operarias. Yo era el que más iba con mi abuelo Luis y disfrutaba allí como en ningún otro lugar. Conocía a prácticamente todos los trabajadores, pero, donde más estaba era en el taller, con el mecánico, mi entrañable y querido Efigenio. No se le resistía nada. Recuerdo que me fabricó un increíble aro de acero con una guía y su correspondiente mango de madera, cuidaba hasta el último detalle, era un artista.
En la playa del Touro, justo delante de lo que ahora son unas amuralladas instalaciones deportivas aprovechando las paredes de la antigua factoría, disfrutaba de pequeño, con mis hermanos, lanzándome de las rocas de “la piscina”, una zona acotada, entre enormes piedras, a la que denominábamos con ese nombre. Era, como quien dice, el arenal familiar, todos los veranos mi abuela Chiqui, mis tías, y muchos más allegados, disfrutábamos allí, yendo a buscar algún refrigerio a la fábrica cuando estaba abierta. La fría agua del mar me parecía deliciosa en aquellos felices años, no pensaba más que en bañarme y en lo que fastidiaba la espera, tras de la merienda, por el ahora sabido mito del corte de digestión.
Continuamos el recorrido dando la vuelta a lo que nos quedaba de península: Ameixida, Castiñeiras, Aguiño, Carreira, Frións… hasta acceder al parque periurbano de San Roque. Las vistas de la Ría de Arousa desde allí son sublimes, pudiendo contemplar la otra vera, en la que están Vilagarcía, Cambados, Vilanova de Arousa, O Grove, la isla de A Toxa, la de Arousa, Rúa, los Guidoiros…y, por supuesto, proporcionando una visión de Ribeira, con las playas de Coroso, Riazor, A Corna… así como varias parroquias y localidades limítrofes, como Palmeira, Castiñeiras, A Pobra, Rianxo... Ese lugar es toda una experiencia natural, con árboles de múltiples especies y una vegetación muy característica en la zona, pero también recreativa y megalítica, al contar con recreaciones de un dolmen, como el cercano de Axeitos, mamoas, menhires, pallozas, un enorme “Pombal” (palomar)…. No podíamos dejar de hacernos simpáticas fotografías para inmortalizar aquellos divertidos momentos. Algunas las tomamos con el impresionante paisaje de la ría detrás; otras en el corredor interior del dolmen, simulando que sujetábamos, como dos superforzudos, la losa de cubierta, justo la que está sobre las enormes losas verticales. Azahara se ponía de puntillas, entre risas, para tocar con la yema de los dedos la inmensa piedra, yo, al ser más alto, requería algo menos de esfuerzo, aunque también me debía de estirar para alcanzar la placa; mientras Andrés, riendo complacido, accionaba el disparador de la cámara de mi móvil. Remontamos hacia las pallozas, recreaciones de las casas de un castro, generalmente redondeadas, hechas con muros de piedra y tejados de densa paja, de ahí su nombre. Obviamente, las imágenes allí también fueron encantadoras, un recuerdo único.
Cruzamos al otro lado del istmo, hasta el mirador “da Pedra da Ra”, su nombre se debe a la monumental roca que, desde un ángulo determinado, simula una rana preparada para su gran salto. Encaramándonos a ese lugar, contemplamos el regalo de las imponentes vistas del océano Atlántico, un paisaje maravillosamente distinto al que teníamos anteriormente. Al ser mar abierto, en frente, únicamente se contemplaba la línea del horizonte separando las aguas del cielo y, a esa hora, ya se percibía por dónde se sumergiría el sol para apagarse un día más, como sostenían los romanos al llegar a la que creían que era “finisterrae”, el fin de la tierra. Fijándonos en la proximidad, en la falda de esa montaña, el obsequio es todavía mayor, al ofrecernos, mirando hacia el frente a la derecha, la posibilidad de contemplar la atractiva Corrubedo; anteponiéndose a la parroquia ribeirense, las conocidas y colosales dunas que llevan su nombre; un pequeño río las separa de la inconmensurable playa del Vilar, adornada, en sus flancos, por las lagunas de Carregal y Vixán. La perspectiva maravilla a cualquier persona que allí se asome y mi acompañante no podía ser menos. Girándonos hacia la izquierda, se avistan las parroquias de Carreira y Aguiño, suponiendo ésta última el extremo de la península; incluso, se percibe la entrada de la ría de Arousa, la más grande de toda Galicia.
Estando allí, escalamos algo más para llegar al “Castro da Cidade”, vestigio de la edad de bronce con unas vistas extraordinarias. Lo primero que advertimos fue la muralla de piedra que delimita el antiguo asentamiento, una vez encumbrados, reparamos en las hileras de bajos muros de piedras que marcan lo que, en su día, fueron las pallozas en las que moraban los celtas. Desde lo más alto del asentamiento, nos permitimos otear el espectáculo de la naturaleza más extraordinario, la fusión del gran océano, entrando por dos, de las que se cuenta, son las huellas de los dedos Dios al posar su mano para descansar tras la magna creación del universo, las rías gallegas de Arousa y de Muros-Noia. ¿Quién da más?