Azahara me había comentado que un amigo de ella, de la etapa en la que vivió en Madrid, vendría desde la capital a visitarla el fin de semana, si se me ocurría alguna excursión, le propuse una visita, por una ruta de senderismo poco frecuentada, al Castro de Baroña, estaba seguro de que les encantaría.
El veintinueve de mayo amanecía un día esplendido, idóneo para la excursión que teníamos prevista, además, la temperatura estaba realmente agradable. Me fui, después de comer, a recoger en As Galanas a Azahara y a David, casualmente, el chico se llamaba como yo. Luego fuimos a por Andrés, que también se había apuntado al paseo.
La tarde estaba espléndida, soleada, con el cielo salpicado por algunas nubes de diversos tamaños que dejaban entrever un perfecto azul celeste. El sol brillaba intensamente, bañando el paisaje con su cálida luz dorada. Tras pasar Noia y Porto do Son, dejamos el coche aparcado delante de la playa de la Arnela, desde ahí nos tocaría ir andando. El primer tramo, hasta el acceso, lo hicimos por una acera que está pegada a la carretera general, cerca de un kilómetro. Después accedimos a una pista asfaltada, entre unas casas, para, a continuación entrar en un pequeño sendero que nos llevaba a una diminuta cala llena de pequeñas piedras sobre las que tuvimos que caminar. Ascendimos, desde aquella playa, a un tramo de tierra y piedras, para llegar a un camino que dejaba, al lado izquierdo, algunas casas residenciales y al derecho unas impresionantes vistas de la fusión de las aguas del océano y de la ría. Posteriormente, llegamos a un sendero que comenzaba en un pequeño claro, flanqueado por pinos y eucaliptos. El aire tenía ese aroma fresco y limpio característico de los bosques costeros, mezclado con el inconfundible toque salobre del mar cercano. Los pájaros cantaban alegremente, creando una banda sonora natural que hacía que cada paso se sintiera como una entrañable melodía.
A medida que avanzábamos, el sendero serpenteaba a través de colinas suaves, salpicadas de vegetación silvestre que se balanceaba al ritmo de la brisa marina. El sol de la tarde realzaba los colores, haciendo que los verdes parecieran más vivos y los pétalos de las flores brillaran con un fulgor casi irreal. Cada cierto tiempo, el camino ofrecía vistas espectaculares del Atlántico, con el mar brillando como un manto de zafiros bajo el sol.
El sonido de las olas rompiendo contra las rocas se hacía más fuerte a medida que nos acercábamos a otra pequeña playa que también debíamos de atravesar. Al pasarla, ascendimos por el que sería el último tramo antes de llegar a nuestro destino. Tras un recodo del camino, ya descendiendo, el paisaje se abrió y allí, sobre una península rocosa rodeada casi por completo por el mar, apareció el castro de Baroña. Sus antiguas murallas de piedra, testigos silenciosos de siglos de historia, se alzaban imponentes frente al vasto océano.
Nos detuvimos un momento para contemplar la vista. El sol de la tarde bañaba las ruinas en una luz cálida y dorada, proyectando largas sombras que acentuaban la textura de las piedras desgastadas. La sensación de estar en un lugar donde la historia y la naturaleza se entrelazaban tan perfectamente era sobrecogedora.
Nos acercamos a las murallas y caminamos entre las antiguas estructuras. Cada piedra parecía contar una historia, cada rincón susurraba secretos de tiempos pasados. Era fácil imaginar a los antiguos pobladores celtas viviendo allí, vigilando el mar desde sus atalayas, sintiendo el mismo viento salobre en sus rostros que ahora acariciaba los nuestros.
Buscamos un lugar donde sentarnos, una roca plana cerca del borde del acantilado, y nos dejamos llevar por la majestuosidad del entorno. El mar se extendía hasta el horizonte, su superficie brillando bajo el sol de la tarde, y las olas rompían con un ritmo constante y reconfortante. El tiempo parecía detenerse mientras nos empapábamos de la belleza y la serenidad del lugar.
Recorrimos el Castro, subiendo a las partes más altas para contemplar el impresionante asentamiento desde múltiples perspectivas, tomando imágenes de un lugar que, otrora, había sido el hogar de nuestros antepasados. Allí habitaron, durante cientos de años, unas personas que poco o nada tenían que ver con nosotros o con la civilización actual, sin embargo, observando aquel lugar, nos permitíamos tratar de imaginar cómo podrían haber sido sus vidas, lo maravillados que podrían haber estado por el mágico entorno que les rodeaba. Casi podíamos verlos paseando por aquellos estrechos caminos que separaban las pallozas, de distintos tamaños, entre sí, sus casas. Las murallas que están en la parte este de la península, por donde entramos, conservan una gran anchura que, con toda probabilidad, les servía a los vigías para dar la alerta de cualquier peligro que se allegara por el bosque y, en la parte oeste, también habría oteadores vigilando que ningún peligro se aproximase desde el mar.
Con el sol comenzando a descender, decidimos emprender el camino de regreso, todavía nos quedaba un largo trecho caminando hasta el coche. La luz dorada de la tarde hacía que el sendero, ya familiar, se viera transformado, las sombras se percibían más largas y los colores más profundos.
Al llegar de nuevo al punto de partida, el sol ya se acercaba al horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, regalándonos, minutos después, una de las puestas más hermosas de las que había tenido el privilegio de ser testigo desde allí, posiblemente por la grata sensación de vivirla junto a ella y de verla tan feliz. La emoción de haber estado en aquel lugar era unánime. El paseo hacia el castro de Baroña había sido no solo un recorrido por un paisaje espectacular, sino también un viaje a través del tiempo, una conexión profunda con la naturaleza y, además, una conmovedora pieza más que completar de nuestra historia.
Regresamos a Santiago con la idea de ir a cenar a un restaurante en la entrada del casco antiguo, en Porta Faxeira. Encontramos sitio en el Redes Compostela, concretamente en la parte superior. Allí disfrutamos de unas cuantas exquisiteces de mi tierra en honor a nuestro nuevo amigo.
Al bajar, Azahara y David decidieron ir al baño, por lo que Andrés y yo nos acercamos hasta la puerta para esperarles fuera, el establecimiento debía de cerrar por la obligación de la pandemia y ya estaba apagando luces para indicar que habían completado su horario. Cuando salimos, nos encontramos a un grupo de peregrinos que se pusieron a hablar con nosotros entre risas. Había dos chicas valencianas, amigas, que habían terminado el Camino juntas justo ese día y a las que todavía les quedaban fuerzas para aguantar un poco más antes de irse a dormir después de la cena. Una de ellas recuerdo que se llamaba Verónica, muy guapa, rubia y con unos bonitos ojos; en seguida congeniamos por su simpatía y su sincera sonrisa, era de estas personas con luz propia, de las que te pones a hablar y e inmediatamente te caen bien. Charlamos un rato hasta que Azahara y David salieron. Los presentamos y al decirles nuestra amiga que es de Córdoba, rápidamente fueron a avisar a otra peregrina que también lo era y que había llegado con ella. Nos quedamos unos por un lado y otros por otro charlando durante unos minutos, hasta que decidimos irnos.
Acerqué a Andrés a su casa y a Azahara, junto a David, los dejé en la de ella, para luego regresar a Noia satisfecho y feliz por el día tan agradable que habíamos tenido y, por supuesto, como cada noche que me despedía, deseando volver a estar con “la niña”.